EPISODIO 2 [Por Diego Martín Yamus] Si la muerte de una persona hace estragos en el alma, qué sentir cuando son 30. Y de ellos, 18 integrantes de un grupo de trabajo. Más aún cuando esos 18 venían formando un histórico momento. La selección de Zambia, tantas veces protagonista, se cayó al Océano Atlántico esa madrugada de 1993 y allí concluyó esa aventura que parecía seguir viaje a su primera Copa del Mundo. Pero que ya había marcado días de éxito cinco años antes en gran tarea en los Juegos Olímpicos de Seúl.
A comienzos de aquel 93, los Chipolopolo (balas de cobre en idioma autóctono) tenían un nivel irregular en su disputa por arribar a Estados Unidos 94, como que habían pasado a uno de los tres grupos decisivos por mejor saldo de gol sobre Madagascar. Mejor iban en camino a otra Copa Africana de Naciones, la de Túnez, torneo que lo veía siempre en el podio. El 25 de abril, dos días antes de su primer encuentro frente a Senegal, los dirigidos por Godfrey Chitalu golearon a Mauricio 3 a 0 y quedaron a tiro de la clasificación que ganarían. El viaje de vuelta a Lussaka, capital zambiana, fue en un modesto avión Buffalo de la Fuerza Aérea que el gobierno solía usar y del que los jugadores no estaban muy conformes. El inolvidable David Efford Chabala, el legendario arquero titular, le dijo irónicamente a una periodista entonces: “Si nos estrellamos y ocurre un milagro, dígale a la nación que el Buffalo no es el mejor avión para estos viajes”. No era un adivino el ex portero de Argentinos Juniors, sabía de qué hablaba. El Buffalo había estado fuera de servicio entre fines del 92 y comienzos del 93 y se lo estaba probando justo con el grupo de futbolistas, que se quejaban de que era ruidoso y volaba bajo.
La noche del 27 de abril, 30 personas, entre ellos 25 que conformaban el plantel y cuerpo técnico, partieron en el cuestionado avión desde Lusaka a Dakar, la famosa capital de Senegal, para empezar a soñar con un triunfo mundialista. Entre ellos varios de los héroes de aquel 4-0 a Italia en Seúl, como Chitalu, Chabala, el medio Makinka o Chansa. El que no iba era su gran figura, Kalusha Bwalya, la razón de esa gesta, que militaba en el PSV Eindhoven en Países Bajos y debía ir por sus medios. Lo mismo el talentoso Charles Musonda, del Anderlecht belga, lesionado en la rodilla. Las autoridades habían establecido tres paradas en el viaje para recarga de combustible. En la primera en Brazzaville, capital de Congo, se detectó una falla en uno de los motores pero se decidió seguir. La segunda fue en Libreville, la de Gabón. Tras la carga, apenas despegó el Buffalo el motor izquierdo se incendió y el piloto apagó el derecho equivocadamente, con lo que la máquina perdió potencia y fue a parar al Océano Atlántico. La investigación concluida en 2003 mostró que la culpa fue de una luz de advertencia defectuosa y del cansancio del piloto. Así de impresionante lo vio una joven francesa llamada Francine, que vivía en un barrio cercano: “Se vio un gran destello amarillo, como el sol”, detalló sobre el incendio.
Kalusha Bwalya estaba en su casa de Eindhoven la mañana del 28, a punto de salir a correr, cuando un llamado de alguien que no reconoció le avisó que no viajara. Extrañado preguntó por qué. “Ha habido un accidente”, le respondieron. Cuando el gran delantero quiso saber más, le repitieron del accidente pero que sus compañeros estaban bien. Kalusha se quedó sentado en su living, perplejo. Y de pronto la televisión mostró la dolorosa realidad: una bandera de Zambia y una mujer dando la fatal noticia. No lo podía creer, no pudo reaccionar, eran sus compañeros de glorias y sus amigos. Enseguida la tragedia recorrió los medios locales. En la Argentina, el diario Crónica tituló “Zambia llora a sus ídolos”, mientras el popular Clarín desplegaba una doble página del suceso y un recuadro con el recuerdo del paso de Chabala un año antes con Argentinos, en un partido por la Supercopa. Por su parte, la prestigiosa France Football, que cada año entregaba el Balón de Oro al mejor de África, también realizó una cobertura de varias páginas. En el país, el presidente Frederick Chibula decretó una semana de duelo nacional, que incluyó la suspensión del cumpleaños 69 del ex mandatario Kenneth Kaunda. Y un destrozado Bwalya voló a su patria para asistir al multitudinario funeral en el propio estadio de la Independencia de Lusaka. Él y su gente lloraban a los fallecidos, cuyos cuerpos estaban sobre el campo de juego. “Nunca vi tanta gente. Todos los cuerpos allí me hicieron pensar que no volveríamos a jugar. (…) Se acabó, no habrá más fútbol”, fue su triste reflexión.
Pero Kalusha no se quedó quieto y fue el líder del nuevo equipo, que de a poco se reconstruyó con chicos de la calle y de otras zonas del país. El danés Ronald Poulsen y el escocés Ian Porterfield fueron los técnicos, que realizaron concentraciones en Francia y Dinamarca. Y pronto la resurrección fue posible: el 4 de julio la renovada Zambia derrotó a Marruecos, su más fuerte rival al Mundial, 2 a 1 en el mismo estadio Independencia con goles de Kalusha y Joel Bwalya. El 7 de agosto jugó el fatídico partido con Senegal que igualó en cero, pero el 26 de septiembre goleó en la vuelta 4 a 0 y se puso arriba de los marroquíes por un punto, quedando a un empate de su sueño. Sin embargo y en polémico cotejo, los Leones del Atlas vencieron 1 a 0 con un cabezazo de Laghrissi y obtuvieron el pase a Estados Unidos. Bwalya y sus heroicos compañeros se fueron sin el objetivo. Pero habían ganado el más importante: el rendirles homenaje con su lucha hasta el final.
Dios quiso que un día esa recompensa llegara a la selección. En el verano de 2012, la nueva generación zambiana conquistó ante Costa de Marfil la Copa Africana de Naciones 8 a 7 por tiros desde el punto penal en Libreville, cerca del mismo lugar donde aquel grupo dejara su vida. Los campeones les dedicaron el título levantando los brazos al cielo, en un simbólico abrazo. Un campeonato no les iba a devolver a aquellos héroes. Pero era el regalo al alma de quienes no pudieron conocer la gloria en la cancha de la vida.