miércoles, 16 de octubre de 2013

Un argentino en Etiopía 1-Nigeria 2

[Fernando Duclos en Crónicas Africanas] Hace un poquito más de un mes, sonó el despertador en mi casa, a eso de las 9. Ya no tenía trabajo, y sólo estaba abocado a la planificación del viaje. Entonces, me levanté, prendí la computadora y empecé a seguir por internet un partido de fútbol: República Centroafricana contra Etiopía. Si Etiopía ganaba, debía jugar en octubre el repechaje para ir al Mundial. Si perdía, se quedaba afuera. Saladin Said, autor del gol del triunfo, no se debe haber imaginado todo lo que su tanto se festejó en Parque Patricios. Gracias a la victoria en Bangui, Los “Antílopes” seguían con vida en la competencia y un loco, en Capital Federal, ya se imaginaba en la cancha, en Addis Ababa, para presenciar ese próximo partido.
En Etiopía, el deporte rey siempre fue el atletismo. El fútbol, si bien gusta, regaló muy pocos éxitos y su tradición es pobre. Sin embargo, desde que los “Waaliya Boys” empezaron a ganar sus juegos, el interés por la pelota fue creciendo en todo el país. Desde que llegué a Addis Ababa, así, todo el mundo hablaba de la final que se venía, contra Nigeria, y de la posibilidad de clasificar a un Mundial por primera vez. Y en los dos días previos al juego, la expectativa ya era mayúscula: ante la amenaza de desbordes, el Gobierno prohibió que la gente duerma en las afueras del estadio. Claro, es que las entradas para el partido se vendían el mismo día, y nadie quería quedarse afuera.

La Policía, entonces, avisó que el domingo nadie podría llegar al estadio antes de las 6 de la mañana. El partido era a las 16. Mi casa en Addis queda lejos de la cancha, y a la noche no hay transportes. Entonces, decidí que, para tener mi entrada, iba a quedarme toda la noche despierto, donde sea, en algún lugar cercano al campo de juego, y a eso de las 5 me iba a ir caminando hacia allí. Era sábado: también existía la chance de salir de noche y seguir de largo. Al final, la resolución fue más pragmática y menos glamorosa: “Wow Burger”, abierto durante 24 horas, me alojó desde las 23 hasta las 5 a cambio de una hamburguesa con queso, lechuga y tomate. Me hice amigo de los empleados y me regalaron dos platos de papas fritas. Y a la madrugada, con el sol despuntando, emprendí mi camino.

Llegué a las 6 al estadio. Ya había dos cuadras de cola. En un estadio con capacidad para 25.000 personas, parecía estar bien ubicado. Sin embargo, todo lo que siguió después fue el caos, la total desorganización. Y me empecé a poner de mal humor. A las 11, después de cinco horas, apenas había avanzado unos metros y lo que es peor, el tipo que estaba atrás mío no me paraba de hablar. Había dormido una hora en una casa de hamburguesas, estaba parado hace un montón de tiempo en el mismo lugar, los 35 grados me daban de lleno sobre la frente…no tenía muchas ganas de conversar. Y tuve la pésima suerte de que mi compañero de cola estudiaba relaciones internacionales y sabía todo sobre Argentina: que cómo está Cristina, que cómo son las Malvinas, que cómo sigue la economía del país. Me quería morir, pero siempre le contesté con una sonrisa. Al cabo, si yo fuese fanático de Etiopía y me encontrara a un etíope en el Monumental, probablemente también lo llenaría de preguntas.

En esas cinco horas, lo que más me entretuvo fue la policía. Sí, así como suena. Porque los agentes y los hinchas armaron una especie de juego, en el que todos sabían perfectamente qué papel desempeñar y que, al cabo, sirvió para que todos podamos pasar el tiempo. Ninguno de los policías llevaba armas: iban con palos de escoba y trozos de manguera. Entonces, ya que la cola era un total descontrol, mucha gente aprovechaba para colarse. Ante los gritos de indignación de quienes llevaban horas haciendo la fila, los agentes llegaban, con una sonrisa, y empezaban a correr a manguerazos a los vivos. Éstos, rápidos y conocedores del proceso, los esquivaban como podían y entonces, las mismas personas que antes se quejaban ahora aplaudían la rebeldía: “Oooole, ooole…”.

El menú durante la cola fue buñuelos de lenteja y sándwich de papa, o de huevo. También, como siempre, café. A las 12, por fin, logramos pasar la primera barrera de cacheo. Ya estaba más cerca de ingresar. “Vos no tenés que hacer la cola, vos sos extranjero”, me dijo entonces mi compañero. “Acá en Etiopía, lo que más nos importa es que los visitantes la pasen bien, olvidate de esto, andá y sacá tu entrada de una vez”. Lo agradecí, pero no me pareció. No por ser Farandji tengo que tener privilegios. La desorganización, mientras, ya era total: todos se empujaban con todos, la policía no sabía a quién correr, nadie entendía nada. Y yo, hace seis horas que estaba durmiéndome mientras hacía la cola.

A las 14, en medio del caos, y habiendo avanzado apenas unos metros desde el segundo cacheo, mi amigo se salió de la fila, miró para adelante y, con total tranquilidad, me dijo: “Hay muchísima gente adelante nuestro y todavía faltan dos cuadras para entrar. Ya no creo que lleguemos ”. Debo haber empalidecido de repente, siete horas de cola, el momento que esperaba desde hacía más de un mes, y “no creo que lleguemos a entrar”. “Pero no te preocupes, dale, andá a sacar tu entrada”. Esta vez, así, fue mi cuerpo el que respondió antes que mi mente, y decidió aceptar los beneficios de ser blanco. El miedo a perderme todo fue mucho y entonces empecé a avanzar. La hospitalidad etíope es un tema aparte y queda para otro post, pero, sinceramente, no creo que, en el mundo, haya gente más amable con los extranjeros. En 5 minutos, hice las dos cuadras que me faltaban, casi corriendo en medio del gentío, mientras todos, absolutamente todos los hinchas, que llevaban más de ocho horas de fila, se abrían para que yo pase, me saludaban y, al verme ataviado con la bandera argentina, gritaban los nombres de Maradona y de Messi. Un policía, en un momento, no me quiso dejar pasar y el enojo de la gente fue tal que todos se le fueron al humo y al hombre no le quedó más remedio que darme paso. A las 14.30, después de haber pagado 25 Birr de entrada (US$1,3) ya estaba en la tribuna.

Todavía faltaba una hora y media para el partido, pero el lleno era total. Y la gente, expectante, emocionada ante la oportunidad histórica, no paraba de cantar. Fueron más las fotos que ellos se sacaron conmigo que las que yo les saqué a ellos. Y en un momento, después de una canción dedicada a los “Waaliyas”, mi sector de la tribuna empezó a corear por Argentina. Era demasiado…

A las 16, empezó el partido. Etiopía jugó mucho mejor, pero perdió 2-1 y así, el Mundial le quedó muy lejos. La gente se fue triste por el resultado, pero feliz por cómo estuvo su equipo: todos coinciden en que éste es el primer paso para que el fútbol definitivamente se quede por acá. A la noche, tras el juego, igual hubo bar, festejo y cerveza Saint George. Pese a la derrota, los hinchas cantaban por las calles y vivaban a sus jugadores. Yo estaba extasiado: pasé la noche en un local de comida rápida, me comí ocho horas de cola, entré sólo por ser blanco, vi un partido histórico, canté y salté como si fuera un etíope y al final, creo que más que ellos, me fui muy resignado por la derrota. El 16 de noviembre se juega la revancha, aunque los “Antílopes” ya casi no tienen chances. Seguramente, veré el partido en un bar en Kenya, espero que sin hacer cola para entrar.

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