[ESPECIAL para The Line Breaker/ Ilustración de Sergio Ucedo] A fines de 1981, Boca se dirigió a un destino exótico para realizar una gira: Costa de Marfil. Entre sus estrellas se encontraba un joven medio retacón y de rulienta cabellera del que el mundo ya estaba empezando a hablar. Usaba el 10 de dorsal y respondía al nombre de Diego Armando Maradona.
Muy pocos olvidaron aquella visita del equipo argentino al continente africano. Menos Salif, un niño albino de Costa de Marfil, que recibió un premio –un regalo-, que le cambió la vida para siempre, por el resto de sus días.
“Ahí vive Salif, el niño de la bota de oro”, se suele escuchar en los alrededores de la casilla de ese joven que nunca se hubiese imaginado que un objeto, más precisamente un calzado, lo volvería una de las atracciones de su barrio.
“Amplio éxito de Boca en Costa de Marfil”, tituló uno de los diarios de mayor circulación de Buenos Aires tras el primer partido que Boca le ganó 5-2 al Stade de Abidján. Diego parecía estar ausente en el comienzo del partido y, a pesar de la ventaja inicial por los goles de Escudero, los locales alcanzaron el empate con un doblete de Vincent Kouadio. Quizás el Pelusa acusaba los efectos de lo vivido el día anterior en las calles de la capital marfileña…
El plantel de Boca había visitado algunos lugares emblemáticos de la capital del país presidido en aquellos días por Félix Houphouët-Boigny. Cuando el colectivo se dirigía rumbo al hotel Ivoire para comer y descansar de cara al partido del otro día, hubo algo que a Maradona le llamó la atención mientras miraba por la ventanilla.
“Pará acá maestro”, le dijo Diego al chofer. Sylvain, que entendía poco y nada de castellano, miró al traductor quien repitió lo dicho por Maradona en francés. Sylvain aminoró la marcha. El bus se detuvo en la zona del Port Bouet donde un grupo de niños jugaba un partido improvisado. De ese grupo, hubo un niño al que Diego le prestaba especial atención. Miraron un rato el partido junto a Brindisi y Escudero.
“El arquero es bueno” comentó Diego a sus compañeros. El arquero era Salif, un niño albino que había llegado hacía unos años a Abidjan junto a sus padres provenientes de Tanzania. Allí, los albinos son perseguidos, están condenados a sufrir. La gente piensa que no mueren. Los cazan, los matan. Los llaman fantasmas. Por eso Salif y sus padres tuvieron que huir en busca de un poco de tranquilidad.
Además de que era bueno, a Diego también le impactaron los lentes negros y el gorro oscuro de Salif. Contrastaban con el blanco de su piel y la claridad de su cabello.
“El albinismo es una condición genéticamente heredada que reduce la cantidad de pigmento de melanina que se forma en la piel, el cabello o los ojos”, escuchó Diego de boca de Cyrille, el padre de Salif que también estaba mirando el partido de su hijo.
Desde la puerta del colectivo, con un Sylvain preocupado porque caía la noche en los suburbios de Abidján, Yiyo Carnaglia llamó a los jugadores que habían bajado, instándolos a subir ya que esperaba la cena en el hotel. Diego se quedó con ganas de conocer a Salif, de saber más de su historia y del albinismo.
Aquel primer partido que Boca empataba ante el Stade Abidján, lo terminó ganando con un hat-trick de Diego. “A los 31 minutos, Maradona, que había prometido a los marfileños un espectáculo de calidad, se desencadenó repentinamente y marcó tres goles en cuatro minutos, en medio de las ovaciones del público”, contó un diario argentino de la época.
Tras el partido y la cena en el hotel, Diego aprovechó la sobremesa para indagar más sobre el albinismo. La mente le había quedado en Salif.
“Diego
, el albinismo es una realidad muy palpable en África. En Tanzania, donde nació Salif, una de cada 1.400 personas es albina. Nacer albino en África es realmente un problema. Les cortan partes de sus cuerpos pedidas por brujos locales. Traen problemas a sus padres en la escuela, los compañeros les tienen miedo, les da miedo tocarlos. Para muchas familias son un estigma”, le comentó el médico del plantel, que había cruzado unas palabras con el padre de Salif, a Diego.
En la previa del segundo amistoso ante el ASEC Mimosas, Maradona le pidió al médico, al traductor y a Carnaglia que lo acompañaran a la canchita a ver a Salif. Aunque el sol empezaba a caer en Abidjan, Salif seguía firme con su gorro y sus lentes. Eran para protegerse del sol que tanto daño les hace a los albinos.
Salif volaba de palo a palo a pesar de su débil visión, otro de los males que aquejan a los albinos. Diego esperó que terminara el partido y lo llamó a un costado.
“Hola Salif. Soy Diego, seguramente no me conozcas ni sepas quien soy, pero el otro día pasé junto a mis compañeros de Boca, te vi y me impactó tu forma de atajar”, le dijo Diego ayudado por el traductor.
“Te traje un regalo” agregó Maradona mientras sacaba de su mochila Puma el par de botines que había usado en el primer partido de la gira.
“Merci Diegó-“, dijo Salif y tomó el regalo. Su padre también agradeció a Diego y sus acompañantes por el gesto. Se despidieron rápidamente porque en un rato Boca cerraba su gira por Costa de Marfil.
Con dos goles de Trobbiani y uno de Alves, el Xeneize le ganó 3-2 al ASEC y concluyó su segundo periplo por África.
“La gente tiene que entender que Maradona no es una máquina de dar felicidad”, diría el Diego al año siguiente de la gira. Sin embargo, los botines que le había regalado a Salif le habían cambiado la vida y lo habían vuelto una de las atracciones del barrio.
Mucho más cuando en 1986 la Argentina fue campeona del mundo y Maradona se convirtió en el mejor jugador del planeta.
“¡Merci Diegó! ¡Mercí Argentina!” gritaba Salif el día que el seleccionado de Bilardo se consagró en México. Contento y alegre corrió y corrió hasta cansarse por las calles de su barrio con los botines en alto. Con la bota albina de Diego.